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Casi escondido al final de un pequeño callejón del casco antiguo, todavía hay que subir unos escalones para acceder al lugar santísimo, pero qué placeres. El jamón ibérico con pan de tomate por supuesto, la tortilla con porcini frescos y un dúo de patas y carrilleras de cerdo a la plancha sumado a la extraordinaria amabilidad de la anfitriona casi te hacen llorar si eres un poeta, epicúreo por supuesto, que gusta la buena comida y la gente.
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